14 septiembre, 2013

Los cuadros blancos

 Subimos las escaleras mecánicas del museo. Los laterales de las escaleras mecánicas tenían pegados en una operación de supermarketing, esa sintomatología de la enfermedad de Kusama. Esos círculos rellenos que infectaban todo el museo. Los vidrios laterales de las escaleras estaban cubiertos de esos círculos de diferentes tamaños, sobre todo en sus versiones gigantes. Bien colorados e iguales entre sí. La gente que se pegaba en sus rostros y en sus pechos tales stikers de colores no parecía estar convencida de que aquello era como permitir que la obsesión infinita de Kusama se les trepara y adhiriera a la carne. En la planta alta se desembocaba en una pared blanca que presentaba en caracteres gigantes de tonos negros y grises, la muestra, con su título y el nombre del artista y también de los curadores con apellidos y nombres occidentales. A la izquierda una gran abertura con un telón grueso de color azul nocturno que todo el mundo corría con desparpajo y que hacía las veces de gesto de apertura a la muestra. Lo primero con que se topaba el espectador de frente era una pantalla sobre la que se proyectaban una serie de fotos. Una mujer, -trayecto de la vida privada de la artista?- vestida con un kimono de tonalidad rosada parada en una calle de suburbios. Llevaba un protector de sol típico que hacía pieza con el kimono. En otras fotos se veían también paisajes suburbanos, unas chimeneas, un conjunto de refinerías, unas calles vacías, luz. Al doblar, una primera sala de relevancia, una serie de cuadros dispuestos en ele. Una serie de abstracciones, algunas astronómicas. Temperas acrílicas de tonos parcos y rojos hacían sangrar los papeles y cuyas implosiones quedaban contenidas por los vidrios en que estaban enmarcadas. La mayoría de estas pinturas producidas en la década del `50. En la sala contigua, o mejor dicho en el espacio contiguo de la misma sala, había cuadros de mayor dimensión, los típicos formatos que pinta kusama en la actualidad. Por el centro, que funcionaba a decir verdad, como un simple paso, estaba el cuidador todo vestido de traje azul marino desaliñado y pulcro. Era un joven de frente muy amplia peinado a la gomina con rulos sedosos a la altura de la nuca y semicalvo en el centro de la cabeza. De tez muy blanca, daba la sensación de estar maquillado como un mimo pero al mirarlo con detenimiento se notaba que era natural el tono de su piel que refulgía por sobre lo azul de su traje. Se mantenía serio como conteniendo una risa de clown. Bebitaryu que estaba cerca nuestro no paraba de danzar cerca de los cuadros blancos de kusama y por unos instantes creímos que el cuidador le avisaría que se estaba acercando demasiado. Bebitaryu balanceaba su espalda casi rozando una de las aristas de más de un metro de longitud y a casi un metro del suelo. Los ojos frenéticos del cuidador brillaron sanguíneos sobre el fondo de los grandes cuadros minimales y blancos de kusama sin nadie viéndolos. O sea, la gente pasaba como si nada a unos pocos metros de los cuadros al acrílico blanco que eran cuatro portentosos cuadros y esto es completamente del orden de lo imaginativo, pero los cuadros, se ensanchaban aún más en el espacio blanco al no querer ser vistos por nadie como acrecentando, engrandeciendo, su condición mínima. Su carácter de mapeo, de registro, de huella, de diagrama vacío. Blanco sobre blanco; manchas pequeñas blancas sobre gran fondo blanco. En el espacio anterior se abarrotaban los visitantes y los clic de las máquinas para registrar las acuarelas abstractas, las nebulosas de colores y las noches rojas florecientes. Y aquí, en el centro blanco, vacío bajo cero del viento antártico abrazando la multiplicación de huellas de aves que caminaban por el fondo blanco que alguna vez olvidada fue fondo porque en el presente del cuadro el fondo se cubría por las figuras que eran un poco el fondo. Por el ejército de huellas que se entretocaban que no estaban ordenadas como un ejército ordenado y que eran de cerca las huellas de pequeños pinceles agarrados con devoción como cuando se ve a Kusama inclinarse sobre esos paneles gigantes como si le rezara a espíritus monocromáticos en su taller o en su templo.   

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