22 septiembre, 2012

Mariposas

 Era un juego violento que enardecía los instintos y la percepción como una droga de deshecho. Felicidad efímera y cara, luego algo parecido a la tristeza nos invadía sin consuelo. Una especie de culpabilidad que irrumpía muda en sensaciones dejando la carne agitada de los cuerpos de los niños en un estado apesadumbrado y reflexivo. Se precisaban unas ramas, de paraíso con seguridad, pero cualquier otra rama que lanzara un cúmulo de bracitos finos y flexibles al entorno serviría; ramas peladas, ramas que se pelaban como soldados asesinos preparando sus filos para ir al campo a matar sin jamás cuestionarse el motivo y todo hecho con gran delectación. En el campo, o sea en el territorio de tibio cemento semidesierto que era la calle se llenaba de mariposas de todos los colores. Lecheras, chinas, azules, naranjas... Se las esperaba, se las perseguía; a esos enjambres frágiles de polvo de estrellas, rimell y papel de origami. Volea, smash, revés y saque para volver a reejecutar aquellos animales -hoy extintos-. El aire era partido también como un queso por el filo agudo de las ramas y zumbaba fushh fushh, fush fush, las alas de las mariposas siempre eran tocadas y dañadas mortalmente por aquella magia. Parecía que danzaban por última vez en su medio, daba la apariencia de que se relentizaban, se congelaban se elevaban un poco y luego se desatornillaban sobre sí mismas girando como un trompo y yéndose a pique, hacia el suelo. Desmalladas con una vida acortada todavía, -como si no bastara aquella cortedad designio de lo anorgánico- como si una gota de agua y luz se pudiese dividir siempre otra vez. Siempre había una apariencia de que las armas habían fracasado de que el golpe había sido inútil o tardío de que las mariposas lograban escapar por entre los agujeros del aire y los espacios entre los dedos nudosos y amputados de las ramas; pero no, nada había más fácil y más efectivo que aquel terror solo aliviado porque la tarde era regada de sol y las mariposas no tienen sangre roja.   

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